Regresar a Torás (Castellón) cada verano se ha convertido en un ritual, en un ejercicio de perspectiva y reflexión. Volver a Torás es volver a reencontrarse con quien una vez fui, un niño radiante de felicidad, lleno de ilusiones y con toda una vida por delante llena de oportunidades.
Recorrer sus calles se transforma en un viaje a través del tiempo. Cada rincón de ese pequeño pueblo tiene su pequeña y mágica historia, como aquella niña con la que jugué aquel verano al lado de aquella fuente y que no volví a ver, aquellos amigos que conocías durante un par de meses para descubrir que tenías con ellos más en común de lo que podías llegar a imaginar. Todos aquellos recuerdos retornan a mi cabeza a cada paso que doy, como tantos otros que ya creía olvidados.
Regresar a Torás cada verano es echar de menos a aquellos que una vez estuvieron, que ya no están, y que te gustaría volver a ver para preguntarles tantas y tantas cosas. Echar de menos a aquellos que sabes que ya no regresarán, esos instantes en los que siempre aprendía algo nuevo junto a mi abuelo, mi amigo, mi mentor, mi segundo padre.
Cuando la nostalgia y la felicidad se unen, te atrapan de una forma de la que difícilmente puedes escapar. Casi no puedes impedir que aquella lágrima caiga por tu mejilla en forma de tributo por tantos y tan buenos recuerdos.
Ha pasado mucho tiempo, y aunque vaya cada año, he de reconocer que, por las circunstancias de la vida, cada vez voy menos. He pasado de ser un habitual entre sus gentes a un forastero al que muchos miran de reojo, con extrañeza. Aun así, siempre tendré un hueco para regresar al lugar en el que aún se conserva parte importante de mi infancia. Es imposible no hacerlo.
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